OTRO MIGUEL HERNÁNDEZ - Por Agustín Sánchez Vidal

Esta segunda entrega hernandiana no es una simple prolongación de la que hizo Joan Manuel Serrat hace 38 años. Supone algo distinto, una relectura atenta, que amplía y enriquece considerablemente la primera.

Mucho ha cambiado entre tanto la percepción del poeta. Cuando murió, en 1942, su obra impresa no llegaba a las 500 páginas. De ellas, el franquismo sólo permitió la libre circulación de unas 200. Y hubo que esperar a 1960 para que la edición argentina de Losada alcanzase el millar. Sobre ese corpus se asentaba aquel álbum, que tantos caminos abrió.

Las Obras completas aparecidas en 1992 acrecentaron al escritor hasta las 2.500 páginas. Ese es el Hernández espigado para culminar Hijo de la luz y de la sombra, donde el cantautor no ha dudado en arriesgarse, yendo a buscar los versos hasta los rincones más escondidos. Y si ya en 1972 se habían rehuido tantas obviedades, ahora se ha ido todavía más lejos, ensanchando todos los registros: poemas de adolescencia, formación y tanteo; de tránsito, experimentación y plenitud; de repliegue, depuración y balance.

El arranque, Uno de aquellos, se basa en un soneto en alejandrinos incluido en Viento del pueblo, “Al soldado internacional caído en España”. La adaptación, nada fácil, ha preservado su empaque, la poderosa osamenta épica, subrayada por instrumentos como la trompa. Pero los acordes encomendados a la guitarra rinden homenaje a los folksingers estadounidenses y los combatientes de la Brigada Lincoln (uno de cuyos integrantes, por cierto, colaboró con Hernández para convertir sus versos en canciones). Y en su apoyo acude un sonido tan paisano y cotidiano como la armónica, instrumento que tocaba el poeta para entretener sus soledades de cabrero.

Temáticamente esta pieza inicial guarda afinidad con Si me matan bueno: si vivo mejor, extraído de la obra de teatro bélico Pastor de la muerte. Sin embargo, en lo musical es otra historia. Aunque existan vínculos entre el Caribe y el folk americano -como la Guantanamera de Pete Seeger- el arrimo a los sones cubanos de esta composición evoca a Pablo de la Torriente, un brigadista de esa nacionalidad, muy querido por Miguel.

También fluye una corriente subterránea entre los poemas juveniles Del ay al ay por el ay y Dale que dale. Serrat ha captado con no poca sutileza esa veta que discurre bajo toda la obra hernandiana. Una raíz que arranca de su temprana afición al flamenco en Orihuela, para prolongarse en la pena negra de El rayo que no cesa y desembocar -ya a tumba abierta- en la etapa carcelaria. Un venero que en el segundo tema aflora de modo explícito en las apoyaturas vocales de Miguel Poveda.

La zona de sombra que contrapuntea este disco se acentúa con El hambre, de El hombre acecha, libro donde las esperanzas se gangrenan por fricción con la inminente derrota. Y termina dándose de bruces en El mundo de los demás, tan opaco y desasosegante, marcando la traslación desde el combate y los versos proferidos hasta el intimismo donde apenas se susurran.

Este último registro enlaza un tema del novio primerizo, Tus cartas son un vino, con dos de esa etapa postrera. Son apuntes despojados e inermes, que oscilan entre la levedad de Cerca del agua -una desleída acuarela- y el más esperanzado de Sólo quien ama vuela.

Entre medio, se despliega todo un mundo de claroscuros y contrastes. La Canción del esposo soldado, de Viento del pueblo, ha de transcribir el desgarro de quien se siente tan capaz de propagar la vida como de dar la muerte. Mientras que La palmera levantina, con su merodeo instrumental, traduce la ardua polimetría y continuo trasiego metafórico del luminoso original escrito por un Miguel casi adolescente. Y en Las desiertas abarcas se van desgranando desengaños en una dicción próxima a los registros más melodramáticos de la copla.

El insuperable cierre lo pone la canción Hijo de la luz y de la sombra, convertido ya en una de las cumbres de Serrat, con su magistral condensación del extenso poema original. Todo rezuma plenitud en ella, a través de su intenso recitativo, celebrando el sacramento de la vida, ese pozo de misterio donde se transmiten y sellan las estirpes, el imán de los cuerpos proyectados hasta la dimensión cósmica de la que proceden.

Miguel Hernández llegó a concebir su poesía como un itinerario desde el negro de la tinta hasta el cárdeno de la sangre. No se refería sólo ni principalmente a la vertida en las trincheras, sino a la que nutría los sentimientos y enfebrecía los tinteros hasta volverlos rojos y trémulos, en pudorosa metáfora del corazón. Pues un similar proceso de madurez puede advertirse entre los dos discos que le ha dedicado el cantante, desde aquel primero de luto riguroso a este otro en negro y rojo.

Con todo, quizá existan algunos elementos de continuidad. Los rescoldos de aquel espíritu colectivo, generoso y solidario, que hizo posible la Transición. Y que aquí ha cuajado en el DVD Imágenes en busca de un poeta, donde se han implicado algunos de los más destacados profesionales del cine español. Un tributo al poeta, sin duda. Pero también a todo lo que Joan Manuel Serrat representa en nuestras vidas.

Ese remate otorga al conjunto una dimensión excepcional, la de un proyecto difícilmente repetible, que carece de antecedentes. Quien acceda a los tres discos -el de 1972, este CD y el DVD que lo acompaña- obtendrá un entrelazo de palabras, músicas e imágenes de las que resulta un Miguel Hernández en tres dimensiones. El raro milagro de este Hijo de la luz y de la sombra.

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